martes, 28 de febreiro de 2012

Brandeso ou a Arzúa valleinclaniana





Como tantas mañás eu pasaba polo pazo de Brandeso; nin un so día eu deixei de ver a sombra de Concha detrás dos cristais empañados daquel universo pechado detrás do muro verdoso de líquens vellos como o escudo do portón da entrada. Cara o traballo, conducindo entre as néboas do mencer, non podía evitar pensar en Sonata de Otoño mentres a miña mente repasaba aquela escena na que Bradomín percorría o pazo co cadáver de Concha nos brazos, mentres os seus cabelos negros longuísimos enguedellábanse nos manubrios da portas. Ai!... que afición a miña en ver tan reais os enredos amorosos daquel marqués "feo, católico e sentimental" que foi meu compañeiro de tantos intres de lectura repetida.

Chégase a Brandeso pola estrada que sae do centro de Arzúa en dirección Vila de Cruces, despois de pasar o río Iso. O edificio é de planta rectangular e iniciado no século XVII, con restos de antigas torres. O escudo mostra a águia dos Aguilar, as cinco cabezas de lobo en sotuer dos Mosquera e unha árbore con un can atado e unhas chaves dos Montero. O edificio é de mampostería, mais agora está revestida e pintada de branco. Enfronte do pazo está a capela, que é do 1544 e reformada no século XVII.


Valle-Inclán quizais atraído polo sonoro nome de Brandeso, cámbialle o de San Lourenzo, por San Clemente, e alí vai o marqués de Bradomín visitar a súa prima Concha, enferma e moribunda para recordar un seu amor de xuventude.


O pazo pertencía nos anos 80 ós Gasset.

Déixovos un anaco desta obra para que disfrutedes do pracer da palabra:


" Yo recordaba nebulosamente aquel antiguo jardín donde los mirtos seculares dibujaban los cuatro escudos del fundador, en torno de una fuente abandonada. El jardín y el Palacio tenían esa vejez señorial y melancólica de los lugares por donde en otro tiempo pasó la vida amable de la galantería y del amor.


Bajo la fronda de aquel laberinto, sobre las terrazas y en los salones, habían florecido las rosas y los madrigales, cuando las manos blancas que en lo viejos retratos sostienen apenas los pañolitos de encaje, iban deshojando las margaritas que guardan el cándido secreto de los corazones.

¡Hermosos y lejanos recuerdos! Yo también los evoqué un día lejano, cuando la mañana otoñal y dorada envolvía el jardín húmedo y reverdecido por la constante lluvia de la noche. Bajo el cielo límpido, de una azul heráldico, los cipreses venerables parecían tener el ensueño de la vida monástica. La caricia de la luz temblaba sobre las flores como un pájaro de oro, y la brisa trazaba en el terciopelo de la yerba, huellas ideales y quiméricas como si danzasen invisibles hadas.

Concha estaba al pie de la escalinata, entretenida en hacer un gran ramo con las rosas. Algunas se habían deshojado en su falda, y me las mostró sonriendo:


- ¡Míralas qué lástima!

Y hundió en aquella frescura aterciopelada sus mejillas pálidas.

- ¡Ah, qué fragancia!


Yo le dije sonriendo:

- ¡Tu divina fragancia!"











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